Hay imágenes destinadas a convertirse en un icono. Son representaciones que nacen con la vocación de perdurar porque tienen la fuerza y la energía necesaria para rebasar esa frontera que marca el incorruptible paso del tiempo. Quizás lo fascinante sea esa capacidad articulada para ofrecer mucha más información de la que, en origen, parecen anunciar. Son el testimonio de un momento que adquiere trascendencia porque la imagen atrapada por el objetivo no registra únicamente una acción tangible. Hay una intrahistoria que la envuelve para dotarla de significación y de trascendencia. Puede que sea el caso, si se echa la vista hacia atrás para rememorar los hechos acaecidos en la fría noche del 9 de enero de 2016. Quizás todo quede muy cerca todavía en la memoria del levantinismo. El epicentro de la acción se sitúa sobre el verde del Ciutat de València. De entre la multitud de los protagonistas que daban vida al drama que, en ocasiones, distingue a la disciplina del balompié, emergió Morales.
El atacante se infiltró entre las líneas enemigas para preludiar la gloria que conlleva el gol. No hay nada más categórico y absoluto que el grito que emana del gol. Y en aquellas circunstancias la diana adquiría una validez que parecía universal. A falta de menos de diez minutos, y tras la celebración anterior de Deyverson, el encuentro parecía finiquitado, si bien ese extremo no llegó a cumplirse tras el inmediato gol de Pablo Hernández que generó el principio de incertidumbre y un ataque de pánico sobre la grada. En cualquier caso, los focos y la atención mediática recaen sobre Morales. El atacante sorprendió al feudo de Orrilols con una peculiar manera de compartir el ascendente del gol.
La cámara fotográfica de Jorge Ramírez captó la esencia de esa aclamación que buscaba la complicidad de la afición. Morales desde la decisión y el arrojo, sin titubear en sus movimientos, se llevó la mano derecha a la sien en un intento por recrear un saludo de corte militar. Nadie lo sabía en ese instante, pero El Comandante había nacido para quedarse. En ese trance crepuscular del enfrentamiento ante la escuadra rayista, Morales atravesó el espacio y también el tiempo presente para dimensionar notablemente su figura y su ascendente en el imaginario azulgrana. No parece una afirmación carente de sentido. Los hechos posteriores confirman el ideario de este argumento. Germinaba una estampa icónica a incluir en el contexto del relato centenario de la sociedad levantinista.
Una imagen es influyente cuando cambia la manera de pensar y también cuando permanece, como congelada, para pervivir. En esencia, Morales veneró el segundo gol del duelo ante el Rayo Vallecano. El palpito que genera el miedo podía sentirse en los minutos anteriores al arranque de un enfrentamiento superlativo, pese a que la cronología en ese punto de la narración liguera distaba de anunciar el final de la competición. En realidad, fue una tendencia que acompañó al bloque granota prácticamente hasta que el telón se echó de manera definitiva para despedir la competición liguera. Cada confrontación contenía entre sus dictámenes un juicio que parecía definitivo.
No obstante, esa representación monosémica, en sustancia la propia conmemoración del gol por parte de Morales, adquirió la condición de polisémica porque sus lecturas eran duales y mucho más vastas y profundas. El gesto escondía un mensaje que parecía tan franco como manifiesto. Y no es una paradoja. La imagen permitía realizar una interpretación más honda. Trascendía al significado primigenio que parecía mostrar. No era la mera representación de la celebración de un gol cualquiera. “Alguien tenía que tirar del carro”, lanza el protagonista al rememorar los acontecimientos desarrollados. Morales incitaba a la rebelión a un grupo deprimido. Y se situaba al frente como cabecilla. Era el adalid de la insubordinación. Palabras y hechos.
En cierto modo, el saludo militar era la metáfora de la resistencia. En un contexto crítico, con el equipo en plena cruzada por ahuyentar un descenso, finalmente consumado, emergió desde las profundidades del vestuario para reclamar galones y distintivos. No era uno de los capitanes de aquel equipo, pero asumía el desafío que implicaba liderar una revuelta en un contexto de dificultad máxima. Su compromiso era sincero y su protagonismo capital como demostró en las jornadas sucesivas sobre el verde con goles y actuaciones convincentes. Morales dio dos pasos hacia adelante para convertirse en El Comandante y en el garante de unos sueños que, a la postre, no se concretaron. La instantánea marcó el tránsito hacia un nuevo status personal en el interior del vestuario. Su lealtad se materializó unos meses más tarde cuando decidió conservar los lazos que le vinculaban al club de Orriols, pese al retorno a la categoría de Plata. En el tiempo presente es quizás uno de los jugadores emblemáticos del vestuario granota.