Mariano Cuenca lucía el número siete en el reverso de la camiseta del Levante que defendía con ardor en los años finales de la década de los cincuenta. Mariano Cuenca no corría la banda del feudo de Vallejo. Tampoco se calzaba las botas de tacos en cada uno de los compromisos que disputaba. Ni trataba de bajar el esférico al suelo para domesticarlo. Cuenca utilizaba las manos para expresarse sobre la superficie del terreno de juego. Y no era portero. Era jugador de balonmano.
Esta disciplina formaba parte del imaginario de la entidad azulgrana. Era una de las secciones que conferían singularidad a la sociedad granota en la franja intermedia del siglo pasado. Cuenca ha custodiado desde entonces una camiseta que simboliza el pasado de un club con vocación multidisciplinar. “Teníamos un pase que nos acreditaba como jugadores a la entidad del Levante. Con ese pase íbamos a Vallejo a ver al equipo de fútbol. Formábamos parte del Levante”, recuerda con una sonrisa en los labios y con un ápice indisimulado de orgullo mientras no pierde de vista la camiseta que durante tantas jornadas protegió con pasión.
“Le falta el escudo, pero eso tiene una historia”, relata con nostalgia. Y prosigue tras hacer una pequeña pausa. “La camiseta tenía un clip que permitía poner y quitar el escudo cuando la tenías que lavar”. Se trata de una reliquia que pretende compartir con la totalidad de los estamentos afines al levantinismo. “Cuando haya un museo físico la donaré. Ese es su sitio”. De momento forma parte del catálogo de esta versión virtual. Es una de las piezas más relevantes por el poso que imprime el paso del tiempo.
El balonmano asoció su estela a la del Levante durante la década de los años cuarenta. Paco Berenguer, presidente de la entidad, ratificó esta vinculación. Miguel Zabala, una institución del balonmano español posterior como entrenador, árbitro o presidente de la Federación, actuó de nexo de unión. En esa época el balonmano ejercía telonero de los partidos de fútbol del primer equipo sobre el verde de Vallejo. Aquel balonmano distaba una enormidad del disputado en fechas actuales. Se enfrentaban dos equipos de once jugadores sobre un campo de fútbol que se adecuaba a las necesidades de esta práctica.
Cada partido constaba de dos partes de media hora con un interludio de diez minutos. Los cambios eran continuados e ilimitados. Imperaba un sistema emparentado con el fútbol que acentuaba la interpretación más ofensiva del juego; un portero, tres defensores, dos medios y cinco atacantes, aunque los jugadores más cotizados eran los que ocupaban la medular. Al menos eran los que más fuerza tenían para interconectar las líneas. Durante la década de los cincuenta coexistió el balonmano once y la versión con siete jugadores que empezaba a arrinconar a la primera modalidad, aunque nunca se solaparon las dos competiciones puesto que intervenían los mismos jugadores en las dos mencionadas variedades.