Aquel domingo del Señor 11 de octubre de 1964, ducentésimo octogésimo cuarto día del año en recorrido para más señas, el Levante se ensañó con el F.C. Barcelona hasta transportarlo a una dimensión totalmente desconocida. Uno a uno los goles granotas, hasta la cifra mágica y redentora de cinco, fueron cayendo en el fondo de las mallas de la portería defendida por un aturdido Sadurni ante la incredulidad quizás compartida por los aficionados de cuño levantinista y aquellos de significación culé. Nada de lo que estaba aconteciendo sobre el rectángulo de juego del añorado feudo de Vallejo era lo que en realidad parecía ser. La disciplina del fútbol en infinidad de ocasiones resulta totalmente impredecible por la impronta enigmática de sus manifestaciones.
Aquel día el Levante fustigó la psique de los jugadores del Barcelona. Lo hizo con voracidad y con determinación. En la hoja de ruta de la entidad del Camp Nou, por norma, no había firmamento para derrotas tan descomunales. Máxime ante adversarios tan separados desde un prisma deportivo y económico, pero también conceptual. Fue un martirio, en la acepción bíblica, no exento de un sufrimiento increíble. No hubo un instante de sosiego en noventa minutos endiablados. “La opinión generalizada es que el Levante es muy difícil que pueda ganar el partido y que saliéndole las cosas muy bien todo lo más a que podría sería a un empate”, recreó El Mundo Deportivo en la previa de aquel duelo tan dispar. Hay veces que los misterios del balompié, como sucede en el devenir de la vida, son totalmente indescifrables.
Los pronósticos nacientes quedan totalmente magullados cuando el balón echa a andar por el verde. Quizás algo así sucediera en el coliseo de la Calle de Alboraya en una tarde legendaria de emociones turbadas y de sentimientos. Al menos para las huestes levantinistas. Fue un festín en toda regla; una bacanal goleadora que propagó la autoestima y la consideración de los jugadores de Orizaola después de un nacimiento de la competición que amenazaba con atormentar sus consciencias. Aquel Levante invocó a los hados para actuar a contracorriente ante un coloso que podría aplastarlo de un soplido. La versión más aniquiladora y también más despiadada de las huestes granotas se materializó en la cancha posiblemente en el momento más difícil de predecir.
A fe de ser sinceros con el contexto que envolvía el duelo habría que establecer las siderales distancias que diferenciaban a los dos contrincantes etiquetando al Barcelona como claro aspirante a la supremacía en Vallejo. No era un mero protocolo. El Levante parecía desangrarse en su segunda experiencia consecutiva en el marco de la Primera División. El bloque se comportaba de manera temerosa en el estreno del campeonato. Su expediente contabilizaba un empate frente al Oviedo, en territorio granota, en la jornada inaugural del curso 1964-1965 y tres derrotas consecutivas ante el Valencia, Zaragoza y Betis. El ciclo era devastador. El fútbol granota parecía menguar jornada a jornada. Esa inquietud amenazaba con reducir la confianza. Había más indicativos de esta carencia de resultados. Los movimientos de la retaguardia levantinista estaban bajo sospecha. Era un caso de inanición manifiesto. Sus inquilinos no habían sido capaces de azotar las redes contrarias después de la disputa de los cuatro encuentros iniciales del curso.
La estadística en tal sentido resaltaba que era el único equipo de la categoría que no había estrenado el capítulo anotador. Era un dudoso honor. El Levante clausuraba la tabla junto al Deportivo de La Coruña en el amanecer de octubre. Orizaola confirmó sin tapujas “la necesidad de puntuar del Levante” tras la derrota ante el Betis. Y aparecía la estela de un trasatlántico de gigantescas proporciones que parecía recobrar el pálpito en la Liga tras ahogar al Real Murcia en el Camp Nou en su última comparecencia (8-1). Y en Europa había eliminado a la Fiorentina. Los presagios no eran especialmente halagüeños para bloque que presidía Eduardo Clérigues.
Ningún indicio parecía sonreír a las huestes de Vallejo. Su vasallaje al Barcelona parecía incuestionable. Era un encuentro de índole funcionarial para la escuadra catalana. No era el mejor día para invocar a la incertidumbre, aunque cada partido significa adentrarse en una aventura hacia lo desconocido. A veces las desigualdades entre los oponentes se quedan arrinconadas en la intimidad del vestuario. No hay una explicación convincente al respecto. Sucede sin mayor tipo de lógica. El campo se convierte en un espacio insobornable donde compiten once futbolistas contra once futbolistas. Y entonces el desafío adquiere una magnitud oculta. Y las teóricas diferencias menguan. No es un fenómeno novedoso en el fútbol de ayer y de hoy.
Los superhéroes vestían de azulgrana y respondían por el nombre de Levante. No fue una ensoñación. El Barcelona pareció despojarse de la esperanza en la misma epifanía de cita. Torrents abrió un nuevo escenario, que alteraba los planes establecidos. El atacante catalán fundió a Sadurní con el partido en maitines. Wanderley, todavía en el primer acto, elevó el resultado hasta el 3-0. El brasileño celebró por partida doble. La furia devastadora azulgrana se personificó en la figura rebelde de Serafín en la reanudación. El marcador de Vallejo advertía de un desenlace inesperado ante su tamaño (5-0). Fusté de penalti anotó la diana catalana. “El Barcelona fue netamente batido en Vallejo”, advirtió El Mundo Deportivo en la portada de la edición del lunes 12 de octubre de 1964. “Inspirados y eficaces los levantinos y apáticos los azulgranas dieron paso a un resultado de sensación”, encabezaba el mismo rotativo en el inicio de la crónica. Aquella épica victoria granota tuvo una secuela adicional. Unos días más tarde la Junta Directiva del Barça decretaba la destitución del mítico César del banquillo culé.