Hubo un día en el que el Levante saltó al feudo del Ciutat de València ungido con la condición de líder irrefutable de la Primera División. Lo corroboraban los números y las percepciones. Cuerpo y alma en espiritual unión. El nombre del Levante brillaba en la atalaya de la máxima categoría del balompié español. Nadie le hacía sombra por aquellos días. Y nadie parecía atemorizar a un grupo de espíritu audaz que trataba de justar cuentas con la disciplina del balón. Enfrente surgía la estela de la Real Sociedad, pero aquel Levante se sentía en paz consigo mismo cada vez que saltaba el verde para defender el escudo azulgrana. Aquella semana fue corta en su ejecución. Los desafíos se multiplicaban en la agenda de la escuadra que preparaba Juan Ignacio Martínez. En jornadas de vértigo y de una emoción difícil de disimular. Orgullo granota y también sentido de pertenencia después de un triunfo arrasador en el viejo Madrigal ante un Villarreal atenuado por el poder conquistador de las huestes levantinistas (0-3).

La Real Sociedad medía la fiabilidad del grupo de Orriols como local apenas tres días más tarde de la superlativa exhibición realizada en tierras castellonenses. La Liga no concedía ningún tipo de armisticio. Y por el horizonte ya comenzaba a divisarse la imagen de Osasuna de Pamplona. Es evidente que era una semana repleta de citas sobre el rectángulo de juego. Las semanas ligueras, en ocasiones, se empinan hasta alcanzar un grado de dificultad más que manifiesto. Era un ejemplo palpable. Para el Levante de Juan Ignacio el sol resplandecía en su máxima expresión. Las victorias se sucedían desde que Koné lograra descubrir la ruta del gol en un duelo extraordinario ante el Real Madrid en el Ciutat (1-0). La racha que nació no presentaba máculas. El Levante convergía con los triunfos. La imbatibilidad era un hecho consumado.

No obstante, la Real Sociedad aterrizó en Valencia con la firme intención de cercenar de un plumazo ese registro que se extendía en el tiempo. Y a fe que estuvo cerca de conseguirlo. “El liderato es anecdótico, pero lo vamos a defender al cien por cien, y a muerte, como en cada partido para demostrar que, aunque puede ser anecdótico, todavía lo podemos llevar más lejos y cuanto más lejos lo llevemos mucho mejor para la permanencia”, advirtió Valdo. El discurso del atacante aunaba mesura e intrepidez. No había diques de contención a las ilusiones gestadas sobre la cancha, aunque las coordenadas fundamentales estaban establecidas posiblemente desde mucho antes de asaltar los muros de la competición liguera. Amanecía la segunda campaña consecutiva en la elite tras el ascenso del centenario. En cierto modo, el Levante era un recién llegado a un ecosistema que todavía no le pertenecía. No obstante, su despertar había sido demoledor.

No. El discurso de Valdo no era antitético. La prudencia no era refractaria a la osadía. El pensamiento se había instalado en el vestuario de Orriols. En el fondo el liderato no cambió las disertaciones públicas del colectivo. El gran reto de la institución de Quico Catalán era asociarse al universo de la Primera División. Y perpetuar esa vinculación. Lo cierto es que el líder de la categoría de oro regresó a las trincheras para mantener una situación idílica que parecía una auténtica quimera aventurar cuando el curso comenzó a caminar. Fue en la tarde-noche del miércoles 26 de octubre de 2011 con la entidad realista como antagonista. Y las meigas amenazaban con envolver la espesura de la noche cuando Rubén Suárez desenterró el cañón que escondía entre sus botas para alargar el nirvana que se había instalado sobre la sociedad.

Fue un gol revelador. No era sencillo doblegar a un equipo que se entregaba con pasión guerrera. Su capacidad de supervivencia era ilimitada. Lo demostró en el verde en un choque repleto de astillas. Fue una especie de montaña rusa repleta de vaivenes y de golpes. El gol de Estrada en el minuto tres pudo marcar el duelo. Sin embargo, Nano y Valdo remontaron en cinco minutos cautivadores. La diana de Iñigo Martínez parecía congelar el Ciutat, pero el tiempo se detuvo con el cronómetro cercando su final cuando Villanueva castigó a la Real Sociedad con una acción antirreglamentaria a unos treinta metros de su arco. Rubén Suárez capitalizó la acción. El menudo futbolista acarició el balón como si tratara de establecer un poético romance con el cuero. Al Levante le quedaba una bala para resolver el choque. En ese momento eso ya lo sabían los granotas y los aficionados del equipo vasco. No convenía desdeñar a Rubén desde la estrategia.

En el Palco Vip el cruce de miradas entre Jokin Aperribay y Quico Catalán fue paradigmático. Pavor y esperanza en función de los sentimientos de cada uno de los presidentes. De repente, el encuentro presagió una lucha de intereses alejados entre Rubén y Bravo. No había más protagonistas sobre el verde. Los focos iluminaban la zurda del atacante y los guantes del arquero. El resto del campo parecía oscurecerse. Rubén buscó la concentración para patear el lanzamiento abstrayéndose del entorno. Su cerebro entró en combustión. Alzó los ojos para calcular la distancia y longitud y su mirada era devastadora. El balón se fue abriendo paso entre una muralla de cuerpos y de piernas. En su recorrido hizo un diabólico escorzo para alojarse en las mallas de Bravo. El liderato estaba resguardado. Al menos una jornada más.