Sonó el pitido final del partido ante el Deportivo de La Coruña y Vall antes de dejarse guiar por la euforia cogió como un resorte la pelota entre sus brazos para envolverla junto a su pecho. Literal.
Vall protegió el cuero de las acometidas de los aficionados azulgranas que enfervorizados saltaron al césped del viejo campo de Vallejo para celebrar el histórico ascenso conquistado por el Levante a Primera División. El atacante, uno de los emblemas del equipo que asaltó los muros de la máxima categoría del fútbol español por vez primera en la historia granota, era consciente de que entre sus manos reposaba un icónico tesoro. Y estaba dispuesto a defender aquella codiciada pieza con su vida si fuera necesario.
Fueron momentos de tumulto y de un alboroto desmesurado con la grada enardecida ante el significado que encerraba una victoria capaz de alcanzar la eternidad. Había motivos justificados para semejantes muestras de alegría. Vall fue izado al firmamento del feudo de la calle de Alboraya por los seguidores levantinistas en señal inequívoca de júbilo.
Vall, como el resto de sus compañeros, paseó por el cielo del rectángulo de juego a hombros de los hinchas granotas. El latido del enfrentamiento de promoción de ascenso no se había extinguido todavía. En aquel camino emprendido el jugador fue despojado de su camiseta. No obstante, mantuvo el balón con tesón y con firmeza. La lucha, en ocasiones, fue titánica como el propio protagonista siempre ratificó, esbozando una amplia sonrisa, cuando se le cuestionaba por este episodio tan emocionante desde una perspectiva personal y grupal.
“Yo fui el listillo de turno que guardó la pelota”, precisó en el documental ‘El Dia que el Gat pujà a la palmera’ emitido por RTVV. Hay testimonios de aquella inolvidable aventura. El material fotográfico que custodia el Área de Patrimonio del Levante U.D. disipa cualquier atisbo de duda.
La imagen de Vall festejando la heroicidad conseguida sobre el verde, mientras protegía el balón de las miradas entre furtivas y apasionantes de los seguidores blaugranas que le rodeaban, era real. No fue una ensoñación del veloz delantero en un instante de máximo delirio. Todo sucedió como él relató en infinidad de ocasiones.
En las fotos conservadas ya no hay rastro de la camiseta con la que saltó al pasto, si bien aprisiona el balón entre sus brazos como un bien preciado para elevarlo hasta a la altura de su cabeza con el fin de prevenir cualquier descuido. “Aquí no llega nadie. El balón es mío”, parecía decir.
Entre Vall y aquel balón germinó una estrecha relación que el tiempo prolongó. Quizás fuera como un flechazo que provocó una inmediata seducción. Hubo amor a primera vista. Vall capitalizó la atención en un partido memorable. Desencadenó la acción del penalti transformado por Serafín. Enojó a los defensores con la pelota pegada a su pie. Más tarde acarició el esférico para anotar el gol del triunfo definitivo (2-1) tras conectar con Wanderley. Fue en el segundo acto de la cita con el choque avistando su fin. La diana rasgó la igualada que sancionaba el marcador tras la diana de Montalvo. El Levante divisaba por los confines el horizonte de la Primera División después de varias tentativas de final frustrante.
Durante muchos años el cuero reposó en su domicilio particular como testigo de excepción de una jornada de honda emoción para la totalidad de los estamentos levantinistas. Cada vez que lo miraba fijamente regresaba a su memoria uno de los episodios más excitantes de su carrera profesional.
Quizás Vall fuera un visionario o quizás fuera un idealista. Posiblemente la decisión de conservar aquel balón redondo estuviera adoptada mucho antes de la conclusión de una confrontación superlativa ante la escuadra gallega. En el tramo definitivo del partido Vall reclamaba a sus compañeros con determinación el balón para abrazar el córner en un intento desesperado por dejar en suspenso el tiempo hasta alcanzar el ansiado minuto noventa. Más tarde custodió una reliquia que forma parte de los recuerdos más extraordinarios de la historia del Levante.
Aquel no fue un balón cualquiera. Impreso en la parte frontal se puede leer la marca NITRAM y una leyenda que dice; “Para equipos de Primera”. Aquella tarde el Levante se proyectó hacia una dimensión que desconocía. La Primera División surgía resplandeciente. La marca NITRAM evoca el nombre de Mariano Martín, mítico delantero del F.C. Barcelona en la década de los años cuarenta. NITRAM es la inversión del apellido Martín. Mariano Martín montó un negocio de ropa y material deportivo en la Ciudad Condal. Aquellos balones evocan la historia de un fútbol español que se pierde en la espesura del tiempo.
Quizás solo Vall pensó en el día de mañana y en el peso de la historia. Quizás únicamente él imaginó aquel balón como emblema de una tarde conmovedora resistiendo al paso de las hojas del calendario.
Quizás no fuera consciente del significado de esta maniobra. O quizás sí que fuera consciente de cada uno de sus movimientos.
Es incuestionable que obró aquella tarde de junio de 1963 con una innegable visión de futuro. Su sentido de la responsabilidad fue mayúsculo para legar a las generaciones granotas un auténtico fetiche.
En su mente siempre estuvo muy presente la entidad. De hecho, siempre fue partidario de compartir con la institución y el levantinismo militante el balón del ascenso. Vall siempre se sintió muy cerca del Levante. Fue una entidad que caló en su corazón. La ansiada donación se ha consumado en el presente. La familia Vall-Barreda ha decidido ceder el balón al Levante y unas botas que calzó durante su estancia en las filas de la institución granota.
Sesenta años después todo ha cambiado. Vallejo es un escenario que evoca un pasado que ya no volverá. Por fortuna el universo de la Primera División no surge a los ojos del Levante como un desafío quimérico y Vall, por desgracia, no está entre nosotros desde el verano de 2018. Sin embargo, su memoria siempre será eterna como el balón del ascenso del 63 y sus botas.