El período estival del año 1946 fue pródigo en acontecimientos para el Levante. La reaparición del cuadro granota por la compleja escenografía de la Segunda División provocó variaciones en la configuración de una plantilla que contaba con un reto que resolver tras varios ejercicios adormecida. En las oficinas de la institución había una actividad y un movimiento incesante. Era un trasiego de continuas y reiteradas llamadas desde distintos puntos de la Península Ibérica. Los ofrecimientos de jugadores de distinto calado se amontonaban en la mesa de la secretaría técnica. Desde la orilla de Mestalla llegó una atractiva proposición que no tardó en concitar el interés de los dirigentes granotas. Lelé se puso a tiro. El futbolista sabía gramática y todas las normas de protocolo existentes. En su currículum, extenso y notable, había infinidad de batallas y de condecoraciones en el universo de la Primera División.

Rogelio Santiago García, conocido para la disciplina del balompié con el sobrenombre de Lelé, Marín (Pontevedra) 19 de abril de 1911, entraba en el ocaso de su profunda carrera como futbolista. Había despuntado para la causa futbolística en las filas del Racing de Ferrol. Defendería los escudos del Deportivo de La Coruña y Arenas de Guecho, ya en la máxima categoría, para estabilizarse en el Valencia en los años anteriores a la Guerra Civil y posteriores al conflicto. Tenía un obús en su pierna y practicaba el dogma del sacrificio sobre el verde. Era un jugador abnegado. En 1944 se hizo añicos la rodilla en una acción con Asensi. No desfalleció y, tras recuperarse físicamente recorriendo de norte a sur los montes de Xàtiva, trataba de regresar al fútbol. Desde aquella lesión no volvió a ponerse la elástica de Valencia. Antes de marchar a su Galicia natal para pasar las vacaciones del verano del 46 se puso en contacto con los rectores del Levante para comunicarles sus intenciones y lanzarles un ofrecimiento, quizás un tanto aventurada para el futbolista, pero razonable para el club.

Lelé no tenía intenciones de hacer la valija para emigrar desde Valencia junto a su familia de no mediar una formidable oferta. En ese sentido, primaba la estabilidad que había conseguido en la capital del Turia. Su propuesta, que el propio interesado se encargó de trasladar a los rectores granotas en primera persona, determinaba cobrar la mitad de los emolumentos estipulados hasta la conclusión de la primera vuelta de la competición. El resto se retribuiría en su cuenta, siempre que estuviera en condiciones de seguir. Es evidente que el Levante tendría un espacio temporal para calibrar la total recuperación del centrocampista y evaluar su estado de forma. Lelé satisfacía al entorno blaugrana por sus condiciones técnicas y su vocación de gregario. Aportaba nervio, carácter y masa muscular en el campo, aunque sus treinta y cinco años y la inoportuna lesión, que provocó dos años de inactividad, se convertían en una lacra. Lelé no acabó de formalizar su paso por el Levante. Marchó al Celta de Vigo donde apenas acaparó protagonismo. El fútbol, visto desde dentro de verde parecía eclipsarse, pero en los albores de los años sesenta se unió a la causa levantinista.

En esa época ya había dado los pasos oportunos en dirección hacia el banquillo. Y su condición de gurú y de especialista consumado en ascensos, desde todos los rincones del fútbol, motivó que la junta directiva le echara el ancla. Fue en el nacimiento de la temporada 1960-1961. Y Lelé firmó uno de los capítulos más controvertidos de la institución tras abandonar la entidad a la conclusión del primer acto de la Liga 1962-1963 para comprometerse con el Deportivo de La Coruña en la máxima categoría. Meses más tarde, los dos clubes se enfrentarían entre sí en la Copa del Generalísimo y, sin solución de continuidad, con la Primera División enmarcando la confrontación. En junio de 1963, y en un Vallejo atestado de público, contempló el ascenso del Levante desde el banquillo del Deportivo de La Coruña.