Los hechos acaecidos remontan al 15 de septiembre de 1963 en la ciudad de Barcelona. El estadio de Sarrià, propiedad del Espanyol, fue el escenario en el que el Levante estrenó su condición anotadora en el universo de la máxima categoría del balompié profesional. En realidad, no hubo que esperar una eternidad para descorchar las redes adversarias en la Primera División. Tampoco hubo que apelar a la intervención divina de los dioses en un acontecimiento sin parangón en el historial liguero de la escuadra azulgrana. El cronómetro se posicionaba sobre el minuto veintitrés del acto inicial cuando el triángulo conformado por Vall, Wanderley y Ernesto Domínguez alinearon su pensamiento de manera recíproca para desconcertar a los moradores del coliseo del combinado catalán. No fue una alineación a imputar a la casualidad. Los tres jugadores fueron determinantes en el desarrollo del curso 1962-1963.
“Internada de Vall por su banda con centro en corto a Wanderley y éste a Domínguez que remata impecablemente a la red”, describió Diario Deportes en la edición del lunes 16 de septiembre de 1963. El Mundo Deportivo acentuó la endeblez de la zaga local en la consecución de la diana granota. “A los 23 minutos un nuevo y rápido avance por el ala derecha de la vanguardia forastera con pase de Wanderley, en posición de exterior derecho, hacia el centro, que falla estrepitosamente, la defensa españolista, y Domínguez puede rematar a placer el primer gol de la tarde”. Por encima de la consecución del gol narrado, y de la virulencia mostrada por los atacantes azulgranas, resulta posible acentuar el abolengo del gol conquistado por Domínguez.
Hubo justicia divina sobre el césped de Sarrià. Las botas de Domínguez, probablemente uno de los jugadores más distinguidos y egregios de la historia centenaria del Levante, inmortalizaron un acontecimiento significativo en el relato que conforman la institución levantinista y la Primera División. Las matemáticas resaltan que en el tiempo más presente se cumplen sesenta años de la apertura goleadora del Levante en el ecosistema de actual Liga Santander. Lo cierto, es que el gol capitalizó la confrontación que cruzó sobre el verde a la sociedad de Vallejo y al colectivo blanquiazul.
Posiblemente fuera el típico encuentro que los entrenadores preferirían desterrar de su memoria ante la cascada de goles sumados (4-4). Los cancerberos abandonaron la cita turbados por la acción del gol. No obstante, el reverso contrario de esa idea, el torrente de goles, magnificó el recuerdo para los aficionados de un envite caracterizado por las continuas alteraciones en el luminoso. El Levante parecía imponer su fortaleza en un arranque demoniaco tras los goles de Domínguez y Wanderley. Sin embargo, al final del primer tiempo Kubala y Mercader habían devuelto la paridad al marcador (2-2). Y el Espanyol parecía encadenarse a la victoria tras los zarpazos de Mercadé y Boy en el capítulo definitive (4-2). Cuando el Levante parecía sumergirse en la oscuridad más tenebrosa surgió el espíritu irredento de los pupilos de Quique para abrazar el definitivo 4-4. Camarasa y Vall, con el partido cercando su ocaso, certificaron la formidable capacidad de resistencia de un grupo que no se desplomó pese a la contundencia de los golpes recibidos, en forma de goles, y la lesión muscular de Domínguez que provocó que el Levante afrontará los minutos finales en inferioridad numérica sobre el campo.
Fue un partido de chispazos con continuadas oscilaciones. Aquel duelo concitó la atención mediática. Es una evidencia que para las huestes levantinas fue una especie de bautismo después del ascenso a la elite formalizado en los primeros días de junio de 1963 tras el ansiado triunfo ante el Deportivo de La Coruña en el feudo de Vallejo (2-1). Todo era novedoso para un colectivo que trataba de aclimatarse a un territorio tan hostil como desconocido. La insigne Primera División surgía por el horizonte como un desafío de colosales dimensiones. El partido estaba en la agenda de los jugadores. En su gran mayoría se enfrentaban a un espacio por descubrir y colonizar. Las raíces con el ascenso perduraban. Por su parte, el Espanyol presentaba en confrontación oficial a Kubala después de su inesperada conversión en futbolista del club periquito durante el período estival. El mago del balón, un emblema del Barcelona de los tiempos raquíticos y sombríos del franquismo, cruzaba la Diagonal para instalarse en el aristocrático barrio de Sarrià. En la Ciudad Condal el debate sobre este insospechado viaje fue espinoso y punzante.
La climatología amenazó con posponer el encuentro. Llovió con furia en las jornadas previas a la cita liguera que suponía el nacimiento de la competición liguera del ejercicio 1963-1964. La sombra de la suspension fue amenazadora. La expedición granota sufrió todo tipo de sobresaltos en su desplazamiento hasta tierras catalanas desde Valencia. De hecho, el grupo alcanzó la capital barcelonesa al filo de las diez de la noche del sábado previo al desembarco liguero. Quique dejó constancia, vía telefónica, del terrorífico viaje emprendido desde el coliseo de Vallejo. En las entrañas de Sarrià, y con la fragancia del duelo todavía envolviendo sus gradas, Domínguez analizaba la consecución del tan histórica diana. “¿Cómo fue mi gol?”. Su mensaje fue terrenal. “Cosa fácil. Una combinación entre Vall y Wanderley cuyo pase final pude coger y enviar a la red”.