El movimiento era agitado en las oficinas del club en los días finales de agosto de 1942. El verano, presto a retirarse, fue pródigo en hechos. El Levante como entidad defendió su estatus de equipo anclado a la Segunda División, pese al descenso consumado, en virtud de una ampliación de la categoría que no llegó a concretarse. Esa temporada la Tercera División desaparecía del escalafón competitivo. El grupo que conducía Juan Puig desde el banquillo lucharía sobre el verde como miembro de la Primera Categoría Regional.
En la Junta del 26 de agosto de 1942 la directiva pactó los emolumentos, adicionales a su sueldo, que percibirían los integrantes de la plantilla azulgrana en concepto de primas. El triunfo en el feudo de Vallejo se recompensaba con la suma de 75 pesetas. La victoria, en condición de foráneo, aumentaba notablemente la cantidad hasta alcanzar la cifra mágica de las 100 pesetas. En la sesión también se establecieron los cargos económicos a imputar a los jugadores por faltas de disciplina y de asistencia a los entrenamientos.
La ausencia de una jornada cotidiana de trabajo, sin justificación, suponía un castigo de 25 pesetas. La cifra sufría un severo incremento hasta llegar a las 150 pesetas por no alistarse en cuatro entrenamientos. Y la condena era mayor ante la omisión de un encuentro oficial en el ámbito de la competición. La multa estipulada acotaba la mitad del sueldo del futbolista más la sanción impuesta por la Federación si la Junta Directiva del Levante ponía en conocimiento de este organismo la ausencia.