No sabemos con certeza en qué momento del relato del enfrentamiento entre el Levante y el Elche apareció sobre el verde un perro que, ajeno a todo lo que acontecía sobre el rectángulo de juego, parecía desafiar a la totalidad de los protagonistas. El rictus del can parecía dibujar una amplia sonrisa como si supiera que estaba ante su minuto de gloria. Lo cierto es que el fotógrafo de la Agencia EFE captó el instante para difundirlo con posterioridad. Entre el perro y el fondo que enmarca la grada aparecen dos jugadores azulgranas. Sus miradas encierran la incredulidad que trasciende a la disputa de una confrontación liguera en el marco de la categoría de Plata. No es habitual suspender un partido ante la visita inesperada de un perro, pero aquella tarde de mayo sucedió. Es posible identificar a los futbolistas granotas que encuadran la imagen. El cuatro en la cita ante la entidad ilicitana fue para Cotino.
En un tiempo, hoy ya alejado, en el que los números revelaban con detalle las características y el posicionamiento sobre el campo de sus poseedores, no parece muy complicado aventurar que estamos ante uno de los centrales del grupo que dirigía desde el banquillo Roberto Gil. Cotino fue el jefe de la retaguardia levantinista durante varios cursos en los primeros años ochenta. Del Ciutat emigró hasta Mestalla. Enfrente, con los brazos sobre la cintura, y con la pierna izquierda levemente adelantada, un indicio de movimiento, aparece Víctor Santamaría. El atacante lució el nueve aquel domingo que significaba la despedida de la competición en el marco de la Segunda División, según advierte la ficha técnica de la confrontación. Víctor emergió desde las categorías inferiores del club para alcanzar la representación del primer equipo, aunque adquiría mayor peso en las campañas venideras en el destierro de la Tercera División.
No conocemos cuándo surgió el perro para acaparar protagonismo. También desconocemos cómo fue capaz de burlar a los acomodadores y porteros para colarse impunemente en la instalación, pero el epígrafe que acompaña a la foto advierte que el duelo quedó interrumpido durante algo más de cinco largos minutos por este contingente. No obstante, la instantánea no deja de recrear una mera y simple anécdota abrochada a un enfrentamiento con tintes de despedida del entorno que servía de contexto para la cita deportiva.
Quizás las miradas turbadoras de los futbolistas sean un reflejo de inquietud. Cotino dirigía sus ojos hacia el suelo y el semblante de Víctor denotaba preocupación. Cada foto guarda una historia y también una intrahistoria. El sagaz aficionado levantinista no reconocerá las trazas del actual Ciutat de València en la grada que enmarca la fotografía por el fondo y el arranque de esta narración rememora un encuentro entre el Levante y el Elche.
La condición de local de la escuadra azulgrana, en virtud de su ubicación en la presentación, queda en entredicho a partir del perfil del graderío. Y no ha habido, en la historia del feudo de Orriols, una intervención tan profunda para variar diametralmente su semblante. El misterio no es irresoluble. El Levante afrontó la despedida del ejercicio 1981-1982 en el Estadio Carlos Belmonte de Albacete. Los motivos de este éxodo a La Mancha hay que rastrearlos en el choque que cruzó a las huestes blaugranas y al Málaga en tierras valencianas vinculado a la antepenúltima jornada del campeonato liguero.
Aquel partido estuvo marcado por los dos goles obtenidos por la escuadra andaluza en el descuento que propiciaron la remontada y, por ende, la derrota granota (2-3). El Levante se aferraba a la vida. En un curso que germinó desde la contradicción, el colectivo perdió los puntos y prácticamente cualquier atisbo de permanencia. La respuesta de los aficionados locales fue iracunda. El trío arbitral focalizó las protestas. Uno de los asistentes, por entonces juez de línea, precisó atención médica y aunque la entidad trató de rebajar los efectos de la crisis suscitada el principal órgano gestor del balompié decidió aplicar un contundente veredicto. El Nou Estadi sería clausurado por un partido.
Como consecuencia de esa decisión, el enfrentamiento ante el Elche debía disputarse en una instalación alternativa. Después de barajarse distintas opciones, la cúpula dirigente optó por trasladarse hasta Albacete para oponer resistencia a un Elche descamisado que volaba en la clasificación. Nunca el Levante, desde el estreno del coliseo de Orriols, había abandonado sus muros para disputar un duelo como casero. Aquel partido estuvo caracterizado por los antagonismos entre los adversarios. Las paradojas del fútbol en noventa minutos. La entidad franjiverde alimentaba el sueño de un ascenso a Primera División que no era utópico, si bien no dependía en exclusiva de sus movimientos.
Durante algunos minutos disfrutó de ese tránsito ante el éxtasis de sus seguidores que, en una amplia mayoría, dominaban el aforo del coliseo manchego y la confrontación desde un prisma emocional. El encuentro no tuvo intrigas. No hubo suspense (1-6). El Levante despedía la categoría de Plata. Su suerte estaba echada. Por el horizonte surgía una travesía complicada y repletas de espinas que amenazó su estabilidad y su solidez como institución deportiva. Y por detrás se difuminaba la estela de Johan Cruyff, contratado apenas un año antes, en la recta final del curso, para edificar y sostener un ascenso a la elite que se fue diluyendo conforme se iba materializando la entente entre el astro holandés y el club de Orriols establecida en los días finales de febrero de 1981.
Johan Cruyff, presentado como embrión y como causa de un cataclismo devastador, si bien habría que huir de ese silogismo tan aniquilador. Los signos de una hecatombe eran anteriores a su definitiva contratación. A la conclusión de la temporada 1980-1981 el Levante adquirió primacía, desde un prisma informativo, por el encierro de sus futbolistas y personal en las entrañas del Ciutat. La sombra de los impagos se cernía sobre la institución. Los acreedores perseguían a la entidad.
En el periodo estival de 1981 Federico Cortés, en calidad de presidente, anunciaba que estaba en conversaciones con un grupo inversor, radicado en Madrid, con un potencial económico fuerte que garantizaba la estabilidad de la hacienda. Esa posibilidad nunca llegó a concretarse. En ese contexto aterrizó Todor Veselinovic como entrenador, si bien fue un tránsito efímero. Nunca debutó en competición oficial. A finales de agosto de 1981 enumeró los motivos por los que dimitía. La denuncia profetizaba la anarquía del curso que se avecinaba.
Los problemas de erario, muy graves, antecedían en el tiempo y las dudas en cuanto a la identificación y configuración del proyecto advertían de un caos que se formalizaría durante el verano de 1982 con una tenebrosa y traumática caída a las profundidades de la Tercera División. El descenso deportivo, durante el ejercicio 1981-1982, conjugó con un descenso administrativo. El abismo parecía engullir a la entidad para masticarla. De hecho, no regresó al segundo peldaño del balompié profesional hasta finales de los años ochenta. El ciclo fue devastador por sus secuelas y consecuencias.