A finales de 1981 Antonio Aragonés accedió a la presidencia del Levante. Fue uno de los períodos más convulsos de la historia granota. El curso 1981-1982 acabó en drama con el equipo de regreso a la Segunda División B tras certificar un descenso anunciado durante la evolución de la competición liguera. Los problemas eran superlativos. Y su gestión una aventura trágica.

El capítulo económico se convertía en un punto negro añadido a la gestión que asumía la cúpula rectora presidida por Aragonés. La sociedad parecía condenada a las tinieblas. El hundimiento era manifiesto en virtud de las reuniones dirimidas en el seno de la Federación Española de Fútbol y de su veredicto. Las deudas contraídas con los jugadores podían significar un nuevo descenso, en este caso por la vía administrativa, en dirección hacia la Tercera División.

Aragonés, y su equipo directivo, a la conclusión de la temporada 1981-1982 eran partícipes de esta problemática. Aragonés presentó una partida presupuestaria dual ante este posible contingente que generaba infinidad de temores por sus funestas consecuencias. Los números realizados eran aclaratorios de las dos realidades contrapuestas y distanciadas que se cernían sobre el Levante en la claridad de la década de los ochenta.

Si el equipo militaba en Segunda División B contaría con cuarenta y nueve millones de pesetas para hacer frente a los gastos estipulados que. Esta cantidad quedaría sensiblemente reducida hasta los treinta millones si caía inmisericorde hacia el abismo de la Tercera División como finalmente aconteció para desazón del levantinismo.