La tarde del sábado 8 de agosto de 1969 el levantinismo tenía una cita repleta de simbolismo en el interior del Estadio de Vallejo.
Era el último acto de servicio del coliseo de la calle de Alboraya.
El fútbol eclipsó su estela en los días finales de abril de 1968 con un enfrentamiento carente de ascendente ante el Tenerife. Los gritos cesaron y las palmas dejaron de atronar mientras los jugadores recorrían la minúscula frontera que separaba el espacio sagrado del vestuario del distinguido rectángulo de juego.
Vallejo adquirió efervescencia durante aquella jornada de agosto. Lo hizo con distinción y con grandiosidad como si el tiempo regresara a un pasado que nunca volvería a materializarse. Los estamentos azulgranas se congregaron en la despedida de Vallejo.
A apenas un kilómetro y medio de distancia se alzaba majestuosamente el esqueleto del actual Ciutat de València. La nueva morada del Levante iba tomando forma.
Antonio Román, en calidad de principal mandatario del club granota, capitalizó la atención. Vallejo merecía un final repleto de emotividad después de más de cuarenta años de aventuras y desventuras en estrecha alianza con el Real Gimnástico F.C. y, con posterioridad, con el Levante U.D. Antonio Román estuvo acompañado por los presidentes que le habían precedido en el eje de la cronología y por los principales rectores de la ciudad en una tribuna, levantada ex profeso, decorada con la gama cromática de los colores azules y grana. Directivos y jugadores de muy diferentes épocas participaron en un acto esperado. Las peñas dejaron su estela al igual que los seguidores adscritos a la causa levantinista.
Aquella tarde el ayer y el presente parecían fundirse.
La bandera oficial del Levante, ennoblecida con los emblemas de las peñas granotas, condensaba la emoción de un momento para almacenar en la memoria de la masa social levantina. Su vuelo ondeando al viento rememoraba unos hechos ya pretéritos.