La copa, que sanciona la consecución del campeonato en el marco de la categoría de Plata del curso 2016-2017, refulge en la planta noble de la institución.
El trofeo condensa la evolución de un curso de signo estratosférico. Nada pudo con el ímpetu de un Levante arrollador en sus manifestaciones que trató de reconquistar el umbral perdido de la máxima categoría desde el primer suspiro de la competición.
Lo expresó con claridad en su desembarco en el feudo de Los Pajaritos en Numancia (0-1) en la epifanía de la Liga. Fue un ejercicio excelso marcado por la fortaleza mental y anímica de un colectivo que asumió la magnitud del desafío emprendido.
No suele ser sencillo retornar al primer peldaño de fútbol cuando acabas de despeñarte. No obstante, ese axioma estalló en mil pedazos en un ejercicio titánico.
Hay un proceso de aclimatación que el Levante desterró apelando al rigor y al compromiso. La escuadra de Muñiz se encargó cada semana de estrechar los lazos que le vinculaban con un espacio del que deseaban huir. Y no es un contrasentido.
El colectivo asumió el liderato en las jornadas iniciales tras mostrar sus argumentos y sus capacidades ante el Real Zaragoza (4-2). El bloque redujo a un equipo etiquetado con la vitola de aspirante en uno de los choques más acentuados de la temporada. Nunca más abandonó el vértice de la clasificación.
El encuentro ante el Real Oviedo marcó el paradigma de esta evidente solvencia. El gol de Sergio Postigo (1-0) compuso la cuadratura del círculo. La diana estableció un tránsito cuando restaban seis jornadas para el desenlace del ejercicio.