Fue el 28 de abril de 1968. Hace algo más de medio siglo. Ese día se escribieron los últimos versos sobre el verde del Estadio de Vallejo. Moría la competición liguera en el universo de la Segunda División con el anuncio de una confrontación entre el Levante y el Tenerife. Se desvanecía sobre el horizonte el campeonato de la regularidad del curso 1967-1968 y se extinguía la estrecha y fecunda relación que habían mantenido la escuadra azulgrana y el feudo de la calle de Alboraya. Era el crepúsculo de Vallejo. La confrontación marcaba una frontera entre el presente y el pasado. El futuro nacía desde la incertidumbre porque había que colonizar un nuevo espacio geográfico y fidelizarlo. Aquel enfrentamiento ante la sociedad tinerfeña se convertía en el prólogo a una despedida formal.

El adiós de Vallejo quizás mereció una confrontación de mayor calado ante el significado del feudo de Vallejo en la historia de la institución azulgrana y gimnastiquista. La mística no aparecía entre los ingredientes identificativos del partido. No había heráldica. Ni abolengo. El relato estaba escrito desde mucho antes de la epifanía de una batalla carente de trascendencia deportiva para las huestes azulgranas. Era una cita enmohecida. El Levante despedía el ejercicio de Liga después de haber firmado su sentencia de muerte en el ámbito de la categoría de Plata. La temporada germinó con la espada de Damocles pendiendo sobre la mayoría de las sociedades inscritas. No había espacio para las dudas. La reforma de la Segunda División, que pasaba de dos grupos (Norte y Sur) a uno, implicó el descenso de un número relevante de entidades.

El Levante no hubiera sentido el yugo del descenso, pero la remodelación le llevó a hincar la rodilla. Eran jornadas de una desolación exasperante para los estamentos azulgranas. Todo parecía perdido por aquellos tiempos de desolación. Los días azulados, recuerdo imborrable de una estancia excitante por el cosmos de la Primera División, contextualizados en la franja intermedia de los años sesenta, caían de bruces en el olvido. Todo estaba excesivamente alejado, pese a que la década no se había despedido todavía. Valencia vibró el 29 de noviembre de 1925. Fue la inauguración de Vallejo. El Gimnástico se cruzó con el Saguntino (6-0). La familia Martínez de Vallejo, conectada ideológicamente con el Patronato de la Juventud Obrera, arrendó un campo, dedicado al cultivo de flores, en unas condiciones económicas muy favorables para los intereses del Gimnástico. El Final de la Guerra Civil en abril de 1939 mutó los destinos del Levante F.C. y del Gimnástico.

La obligada fusión entre los dos clubes propició el nacimiento del UDLG (Unión deportiva Levante-Gimnástico) que derivó en Levante U.D. en junio de 1941. El naciente Levante se posicionó sobre el césped del Estadio de Vallejo, escenografía de los movimientos del Gimnástico desde mediados de los años veinte, para proseguir su devenir histórico. La instalación celebró un ascenso a Primera División, tras una inolvidable promoción que reunió al Levante y al Deportivo de La Coruña, y disfrutó del bello paisaje de la elite durante las temporadas 1963-1964 y 1964-1965

No obstante, el capítulo más vibrante de coliseo de la calle de Alboraya fue el episodio referido al embargo y a la compra definitiva de Vallejo por parte del Levante en los albores de la década de los cincuenta. El Levante era arrendatario y escrupulosamente trataba de cumplir con mayor o peor fortuna con el alquiler pactado. Esta situación cambió drásticamente en los primeros cincuenta. Los propietarios de esta superficie deportiva decidieron quebrantar esta resolución dictando una orden de desahucio. La supervivencia del club volvió a estar en entredicho. En este contexto asumió Antonio Román la presidencia de la sociedad.

La gestión del mandatario plantea dos líneas fundamentales que marchan en estrecha asociación; frenar, en primera instancia, los efectos devastadores del embargo y desahucio y aprovechar sus contactos políticos para convenir la compra definitiva de la instalación por un precio que el propio Antonio Román cifró en cinco millones y medio de la España de la post-guerra. Parte de la operación se sufragó emitiendo unos pases de socios por quince años mientras que el resto del capital procedió una inversión efectuada por empresarios alistados para la causa por el presidente.

No había razones de consideración para edificar la narración del partido ante el Tenerife. El destino era irónico en sus manifestaciones. Las cartas estaban marcadas mucho antes de que el balón comenzara a rodar. La victoria de la escuadra levantinista hundía en el fango al Tenerife. Para el equipo isleño era la postrera oportunidad para perpetuar su estancia en la Segunda División. El duelo presentaba una nueva e inquietante variable. El triunfo ante el Tenerife socorría al Mestalla. El filial del Valencia se debatía entre la esperanza y la turbación. Jugaba en el continente africano ante el Ceuta, pero todo lo que aconteciera en Vallejo podía tener sentido. El gol de Suárez despachó al Tenerife hacia la Tercera División. La igualada saldada en Ceuta motivó que el filial del Valencia esquivara el descenso para promocionar.

La leyenda urbana advierte que los ejecutivos de la planta noble de Mestalla contactaron a lo largo de la semana con los mandatarios del Levante. Dicen que las reuniones se sucedieron. Unos meses más tarde el Valencia autorizó al Levante a disputar sus encuentros como local en Mestalla mientras se alzaba el actual Ciutat de València. No fue un partido fácil para las huestes granotas por cuestiones más que obvias. La hostilidad de la masa social azulgrana presidió la evolución de la confrontación. La aparición de los futbolistas locales sobre el rectángulo de juego fue una sintomática declaración de intenciones por parte de los aficionados caseros. Parecían abjurar de la fe y de sus creencias.

El mundo del revés; pitos y abucheos que se convirtieron en loas y reconocimientos para el club tinerfeño. El gol del Ceuta fue recibido con palmas mientras que el empate del Mestalla, que le permitió eludir el descenso directo para promocionar, provocó una profunda división de opiniones. Suárez anotó uno de los goles más tristes y atribulados de la fecunda historia levantinista. La detonación que suele acompañar a esa explosión de energía adscrita al gol quedó ahogada por la pesadumbre y la pena que capitalizaba aquel encuentro. No hubo jolgorio. Ni reconocimiento. Mientras los compungidos futbolistas abandonaban el campo, la película de la vida del feudo de Vallejo pasaba por delante de ellos, aunque nadie fue capaz de activar esa memoria.